Por un mundo sin violencia

...Sin justicia, no hay paz. La justicia y la paz son inseparables; están indisolublemente unidas. En palabras del salmista: «El amor y la verdad se darán cita; la paz y la justicia se besarán» (Sal 85.10).






En ausencia de la justicia sólo es posible una paz espuria. La falsa seguridad de los opresores, basada en la coerción, o la modorra de los oprimidos, resultante del temor, pero no una paz real. La paz de un cementerio, o de un campo de concentración, o de un país bajo ocupación militar, pero no una paz genuina y duradera.

Shalom nunca puede ser la experiencia de una sociedad corrompida, de una sociedad materialista obsesionada por la riqueza e indiferente a la situación de los pobres, de una sociedad hedonista orientada hacia la satisfacción de necesidades creadas artificialmente y ciega al sufrimiento de las masas empobrecidas, de una sociedad de consumo entregada a la idolatría de las modas y dura frente a la miseria de los marginados, de una sociedad de desperdicio puesta al servicio de la ideología del crecimiento económico ilimitado y sin compasión por las multitudes hambrientas.

Tampoco shalom puede ser una realidad en un mundo caracterizado por la injusticia a nivel internacional, un mundo dominado por la ambición de poder político y olvidadizo de los derechos humanos, un mundo en que se arrebata el pan de la boca de los menesterosos a fin de engordar a una élite con problemas de obesidad, un mundo en que las futuras generaciones de las naciones pobres nacen ya hipotecadas por los países ricos.

La única «paz» posible en esta clase de sociedad y esta clase de mundo es la paz impuesta por los gobiernos de seguridad nacional, una paz que depende totalmente de la persecución y el exilio, el arresto arbitrario y la tortura, las desapariciones forzadas, las mutilaciones y los asesinatos, una falsa paz desafiada para una élite privilegiada, comprada con la sangre de los oprimidos, una falsa paz que los pobres aborrecen y los ricos no pueden disfrutar totalmente, una paz que amenaza destruir totalmente la civilización moderna.

Si el fruto de la justicia es la paz, el fruto de la injusticia es la violencia y el caos social, la enemistad y la inseguridad, el odio y el temor. Cada injusticia que se comete contra los pobres lleva en sí la semilla de la subversión. La justicia conduce a la vida, la injusticia desemboca en la muerte. La injusticia no es meramente una violación de los derechos humanos sino también un pecado contra el Dios vivo. Por lo tanto, quienes persisten en la injusticia se colocan bajo el juicio de Dios. «El que se burla del pobre ofende a su Creador; el que se alegra de su desgracia no quedará sin castigo» (Pr 17.5).

La manera más eficiente de trabajar contra la paz es trabajar por la injusticia. Siembra injusticia y cosecharás violencia. En palabras de Robert Kennedy, «quienes imposibilitan la revolución pacífica, hacen inevitable la revolución violenta».

Dondequiera, cuando explota la violencia, la explicación común de parte de quienes son beneficiados por el sistema es que los causantes de los problemas son agitadores ajenos a la situación. La pregunta que debe plantearse a los defensores del statu quo es: ¿Qué lograrían tales agitadores si no fuese porque el terreno está ya abonado por el resentimiento y el odio causados por la injusticia?

América Latina es una buena ilustración del problema. Parecería que, a lo largo de su historia, nuestros países estuvieran atados a un círculo vicioso de empobrecimiento de las masas, seguido por explosión social, seguida por represión, seguida por un mayor empobrecimiento de las masas, seguido por una mayor explosión social, seguida por una mayor represión, y así sucesivamente. Cada vez que se repite el ciclo, aumenta el costo social. ¿Hay salida, especialmente si se toma en cuenta que cada intento de cambio es de inmediato convertido en el blanco de las sospechas de quienes mantienen el control de las estructuras de poder?

La situación se complica todavía más en vista del juego de intereses económicos a nivel internacional. La política externa de los Estados Unidos funciona en base al presupuesto que la democracia y la libertad son valores que deben preservarse a toda costa en todo el mundo. El hecho innegable es, sin embargo, que en tiempos de la Guerra Fría, el gobierno de los Estados Unidos fue siempre compañero de cama de los gobiernos más represivos en la historia de la humanidad...



C. René Padilla
Revista Kairós Nº 22, 2008
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Conocer a Jesús hoy

Por José Arregi

Conocer no es únicamente saber, si «saber» significa solamente «tener conocimientos». El prefijo co (con) evoca relación, intimidad, trato. ¿Cómo conocer a alguien —cómo conocer a Jesús— sino a través de la relación y el trato?

Si al conocer le privamos del co, nos quedamos sólo con la gnosis, convertimos a Jesús en objeto. No es que debamos desdeñar el término gnosis: la verdadera gnosis, como el verdadero conocimiento, nos adentró en la realidad profunda del yo que me transciende, en la realidad profunda del otro que me transforma.

Y a eso se refiere el prefijo co del término conocer. Es el conocimiento verdadero hecho de contacto, comunión, compañía y todas las palabras con co. Y ése es también el auténtico saber, que no consiste meramente en tener información sobre algo, sino en probar su gusto más profundo, el sabroso sabor del ser y de la vida que nos procura la sabiduría de los sabios.

Así es como quiero conocer a Jesús y saberlo —saborearlo—, de modo que mi vida sepa —tenga sabor— más a Jesús, y Jesús me sepa enteramente a Dios. Hasta que todas las criaturas podamos comer y saborear del árbol de la vida. Entonces conoceremos de verdad, pues conocer será vivir.

Mientras tanto, para conocer a Jesús es importante mirar primero a la tierra de la que es hijo. Jesús es un trozo de esta Tierra Santa que es toda la tierra. No es un meteorito caído del cielo. Es fruto de una pequeña franja de tierra atormentada, disputada, mil veces conquistada y reconquistada, como tantas tierras.

Una tierra llamada Canaán, Israel y Palestina. Una tierra en que —dicen nuestros Atlas— confluyen Asia, África y Europa. Pero Dios no hizo esas fronteras: han nacido de nuestras guerras, como todas las fronteras. Una tierra de paso de muchas caravanas y ejércitos, de muchos peregrinos y emigrantes.

Para conocer a Jesús, es igualmente importante mirar de cerca el tiempo del que es hijo, pues todos somos hijos de nuestro tiempo y Jesús también lo es.

Un tiempo, el de Jesús, comprendido en una época de sangre y lágrimas que va desde Daniel y la guerra de los Macabeos (160 a.C.) hasta la última rebelión judía de Bar Kokba y el último aplastamiento de los judíos, el definitivo (130 d.C.), después del cual los judíos ya no pudieron ni siquiera habitar en Jerusalén, y ésta pasó a llamarse Aelia Capitolina.

Un tiempo de tensa calma política y de gran sufrimiento social, de grave empobrecimiento de los campesinos galileos, obligados por los impuestos o bien a endeudarse o bien a enajenarse de su parcelita de tierra sagrada.

Un tiempo en que se iba agudizando la fragmentación cultural, religiosa, política y económica de la sociedad judía. Un tiempo en que los caminos se iban poblando de mendigos y enfermos en busca de dignidad y compasión. Un tiempo a punto de explotar.

¿Un tiempo como el nuestro?

Sólo podemos conocer bien a Jesús desde las preguntas de hoy.

Pero, ¿es que las preguntas de hoy no son acaso las preguntas de siempre? Sí y no. Sí, en cuanto que son preguntas por aquello que nos hace gozar y sufrir, las preguntas por la belleza y las heridas, las preguntas por la vida y la muerte. Y no, en cuanto que las preguntas de hoy son únicas y peculiares, como la vida y la muerte, como el cuerpo, la mirada y la palabra.

Preguntamos por Jesús hoy, desde este mundo dolorido, desigualmente globalizado, más complejo y perplejo que nunca. Un mundo con más ciencia y más incertidumbre, con más medios y más amenazas que nunca.

Preguntamos por Jesús desde nuestro mundo en metamorfosis cultural y religiosa, sí, también en metamorfosis religiosa por la acción del Espíritu.

Preguntamos por Jesús desde nuestro mundo y nuestras iglesias de hoy, discutidas y discutibles, tentadas de erigirse como sistemas autoritarios en vez de ser comunidad de hermanos, compañeras de camino y de búsqueda.

Nos preguntamos:

- ¿Cómo fue la mirada de Jesús entonces y cómo sería hoy?
- ¿Qué anunció a su tiempo y qué anunciaría en el nuestro?
- ¿Qué opciones hizo en su mundo y cuáles haría en el nuestro?
- ¿Qué actitud adoptó frente al sistema religioso judío y qué actitud adoptaría frente al sistema religioso cristiano?
- ¿Cómo creyó, confió, esperó en Dios y cómo lo haría hoy?
- ¿Hablaría tanto como nosotros hablamos de la moral sexual, él, que se puso del lado de las prostitutas y no condenó a la adúltera?
- ¿Defendería tanto el modelo tradicional de la familia, él, que lo rompió quedándose soltero?
- ¿Denunciaría tanto el «relativismo» moral y filosófico, o más bien denunciaría el monopolio de la verdad, de la información y de los bienes?
- ¿Cómo anunciaría que sólo Dios es rey y que lo es en favor de los desfavorecidos en un mundo como el nuestro, en que los países «cristianos» ejercen el imperio del poder y del dinero?
- ¿Qué diría de los emigrantes, él que fue emigrante y que lo seguirá siendo mientras haya fronteras?

Para conocer a Jesús es preciso saber preguntar. Y aceptar, sin embargo, que nadie es dueño de las respuestas, y que ninguna respuesta es última. Aceptar incluso que nadie es tan siquiera dueño de las preguntas, lo que hace nuestra palabra aún más perpleja. Que nadie pretenda tener la respuesta ni conocer la única fórmula pertinente de la pregunta.

Que la modestia y la tolerancia crezcan al menos tanto como la perplejidad. Y que nadie desista de seguir preguntando, cada uno con su compasión y sus palabras: ¿cuáles son las heridas del mundo de hoy y cuál sería el remedio de Jesús?

¡Señor!
Cuando me encierro en mí,
no existe nada:
ni tu cielo y tus montes,
tus vientos y tus mares;
ni tu sol,
ni la lluvia de estrellas.
Ni existen los demás.
Ni existes Tú,
ni existo yo.
A fuerza de pensarme, me destruyo.
Y una oscura soledad me envuelve,
y no veo nada
y no oigo nada.
Cúrame, Señor, cúrame por dentro,
como a los ciegos, mudos y leprosos,
que te presentaban.
Yo me presento.

Ignacio Iglesias


Fuente: Kairos

El espectáculo de la música, simulacro de adoración comunitaria

Canto congregacional: una actividad solitaria entre la multitud

Para nosotros en particular, que vivimos en tiempos despiadados, en tiempos de rivalidad y de competencia sin tregua, cuando la gente que nos rodea parece ocultarnos todas sus cartas y pocas personas parecen tener prisa alguna por ayudarnos, cuando en contestación a nuestros gritos de auxilio escuchamos exhortaciones a ayudarnos a nosotros mismos, cuando sólo los bancos que codician hipotecar nuestras posesiones nos sonríen y están dispuestos a decirnos ‘sí’, la palabra ‘comunidad’ tiene un dulce sonido[1].

Frente a semejante diagnóstico del sistema en el que nos toca vivir, deberíamos dar las gracias de poder pertenecer a una iglesia, dado que etimológicamente ésta significa específicamente eso: asamblea, comunidad. Ella se fundamentaría en el compartir y el cuidado mutuo[2]. Sin embargo, al analizar más profundamente las diversas prácticas eclesiales de algunas iglesias, nos daríamos cuenta de que muchas de esas actividades las hacemos simultáneamente y en el mismo lugar, pero no conjuntamente.

  • Cada uno experimenta su fe por su cuenta, junto a quien tiene al lado, pero sin involucrarse activamente con él.
  • La relación con Dios se hace vertical (yo-Dios), perdiendo su carácter horizontal (yo-prójimo-Dios, o mejor, nosotros-Dios).
  • El cantar solo, el orar solo, el participar de la “Santa Cena” solo, el escuchar la predicación solo, el irse solo a casa, ¡y nos estamos limitando exclusivamente al ámbito cultual!

Ahora bien, analicemos una sola actividad de las arriba mencionadas para demostrar a qué nos referimos cuando decimos que son acciones individuales en medio de una multitud: el canto congregacional (a veces mal llamado genéricamente “alabanza y adoración”, como si éstas sólo se pudieran experimentar mediante la música).

En primer lugar, apenas un análisis superficial de las letras de las canciones que se cantan durante los cultos de muchas iglesias cristianas, evidencia que la gran mayoría de ellas se encuentra escrita en primera persona del singular. Es “yo” el que busca a Dios, el que lo alaba por sus maravillas y agradece su favor, el que se arrepiente de su maldad y le pide perdón. Nunca, o casi nunca, se trata de “nosotros”. La perspectiva comunitaria en la teología de estas canciones prácticamente ha desaparecido.

En segundo lugar, se parte de la concepción -muchas veces explícita- de que el grupo encargado de la música se encarga de “guiar” al resto de la gente (en vez de acompañar), lo que implica una asimetría en donde unos conocen el camino mientras los otros indefectiblemente no lo hacen. Esta diferencia cualitativa entre unos y otros va directamente en contra de una actividad comunitaria donde el conjunto de los integrantes, de diversas maneras y estilos busca acercarse a Dios.

Esta diferenciación entre los músicos y el resto de la gente se ve exponenciada desde la organización espacial del culto (realizaremos este análisis a partir del aporte de las leyes de la Gestalt):

Separación de altura, orientación y alcance (“ley general de la figura y fondo”[3], “ley del contraste”[4], “ley de la proximidad”[5].

Los músicos se ubican sobre un escenario elevado, enfrentando al resto de la gente y separados de ellos por varios metros, mientras que el resto de la gente está parada al nivel de suelo, mirando a los músicos y bien próximos entre sí: esta distancia que separa a ambos grupos implica remarcar una diferencia simbólica entre la banda y resto de la gente, en vez de buscar que la disposición de elementos, movimiento, colores y demás, dé la idea de un conjunto de iguales.

Diferencia de iluminación (“ley de igualdad o equivalencia”[6]).

Los músicos son iluminados por reflectores, mientras que el resto de la gente está a oscuras: aparentemente, lo que pasa arriba del escenario es más importante que lo que pasa abajo, dado que uno debe estar en la luz y ser visto por todos, mientras que el resto se ve obligado a sumirse en la oscuridad. Esto provoca por un lado la des-diferenciación de la gente que está a oscuras (para quienes están arriba, los “de abajo” son percibidos como una masa amorfa), y por el otro su individualización (para cada uno de ellos en relación a los demás): no se canta en comunidad, sino de manera individual, porque al no tomar conciencia de que hay alguien al lado (no se lo ve, sólo se ve hacia delante), la acción es puramente individual, y no comunitaria.

Diferencia sonora. La amplificación excesiva del volumen de los instrumentos y las voces hace que no se escuche otra cosa que a los músicos: el/la que está “abajo” no se escucha a sí mismo/a, mucho menos a los que tiene alrededor. Si a esto se le suma que desde el escenario se insta (cuando no manipula) a una emotividad “de ojos cerrados”, entonces los que se encuentran próximos a cada uno directamente desaparecen y uno se halla -rodeado de gente, pero- cantando solo.

Ahora bien, cabe preguntarse por qué es que muchas de nuestras iglesias celebran el tiempo de canto congregacional de esta manera. ¿Qué es lo que lleva a estas iglesias a desarrollar una práctica que atenta contra su misma naturaleza comunitaria? Dice Luiz Carlos Ramos respecto a la predicación (pero bien puede aplicarse al canto congregacional):

La práctica homilética contemporánea es moldeada por la sociedad del espectáculo. La base principal de esa sociedad espectacular es la economía de mercado globalizada, aliada a los medios electrónicos de comunicación de masas y a la tecnología de la información, de donde surge su principal producto: la industria del entretenimiento. En esta sociedad, se da sistemáticamente el proceso de degradación del ser para el tener y del tener para el parecer (por ejemplo: ya no basta con ser rico y tener dinero, es preciso parecer rico y parecer tener mucho dinero)[7].

Precisamente eso es lo que ocurre: las iglesias toman el modelo de entretenimiento propuesto por esta sociedad capitalista y lo aplican a su vida cotidiana. Así, el canto congregacional deja de ser una actividad comunitaria para convertirse en un espectáculo: se utilizan reflectores, juegos de luces de colores, máquinas de humo, escenografías atrayentes, mucho despliegue de los músicos en el escenario… en fin, se hace de la música un show para entretener, en vez de un acompañamiento para un quehacer comunitario.

El problema con los espectáculos es que buscan representar (poner en escena) la realidad. No son la realidad, sino que reflejan imágenes de lo real, como espejos (specculum). La fruición de esa no-realidad conlleva a la alienación de la vida (…) Esa suspensión de la existencia es precisamente el sentido de la palabra entretenimiento: tener-entre. Se abre un paréntesis en la vida real, para que se pueda asistir a la vida representada[8].

Así, en esas iglesias participamos de un simulacro de canto congregacional. Jean Baudrillard desarrolla su concepto de simulacro a partir de una fábula de Borges, en la que los cartógrafos de un imperio trazan un mapa tan detallado que logra cubrir con tal exactitud el territorio, que se llega a hacer imposible poder distinguir entre uno y otro. Hoy en día, la abstracción ya no es la del mapa (…) La simulación no corresponde a un territorio (…) sino que es la generación por los modelos de algo real sin origen ni realidad: lo hiperreal. El territorio ya no precede al mapa ni le sobrevive. En adelante será el mapa el que preceda al territorio y el que lo engendre[9]. Así, el simulacro de la práctica en torno a la música en las iglesias es lo único que existe: mientras que “disimular” es fingir no tener lo que se tiene, “simular” es fingir tener lo que no se tiene. No hay canto congregacional, no hay práctica comunitaria, no hay dinámica grupal. Sólo hay un simulacro de ellas.

Además, como afirma Ramos, el fin del espectáculo es el propio espectáculo. Se debe retro-alimentar constantemente por que en realidad se consume a sí mismo. El espectáculo vive de sí mismo[10]. El propósito del canto congregacional, en cambio, debiera ser unirnos a los hermanos y hermanas para, sólo entonces, poder decirle a Dios Padre nuestro.

Ahora bien, a fin de recuperar el canto congregacional como una práctica comunitaria, el simulacro debe ser destruido. No pueden hacerse cambios superficiales. Se trata de cuestiones de fondo. Como ya dijimos, la iglesia es fundamentalmente comunidad, y como tal, debe velar porque su vida diaria refleje fielmente esa esencia.

Primeramente, debemos desterrar o al menos minimizar las canciones en las que la relación con Dios se limite a la dimensión vertical, ignorando la horizontal que nos vincula con el prójimo. Un claro ejemplo de estas canciones reza: “[Dios] llévame a ese lugar donde lo de alrededor no importa, es donde necesito estar. Llévame”[11]. La letra de las canciones es lo que se memoriza más fácilmente: nadie recuerda siquiera el tema de la reflexión bíblica luego de un mes; sin embargo, casi todos se aprenden las canciones. Por tanto, es imprescindible revisar la teología de lo que cantamos y, consecuentemente, dejar de cantar aquellas canciones que bien desdibujan la imagen de Dios, o atentan contra el espíritu comunitario. Otra característica a eliminar es la emotividad “de ojos cerrados”. Debemos abogar por una espiritualidad “de ojos abiertos” a la comunidad y el mundo.

En segundo lugar, es imprescindible igualar el nivel de todos los creyentes a la hora de cantar (así como de cualquier otra actividad cultual). No puede haber una distinción de importancia, exacerbada desde lo simbólico mediante la disposición espacial, entre los músicos y el resto de la gente. Debemos terminar con la centralidad que supone un escenario e implementar modelos circulares en donde los músicos son parte de la ronda (y por ende no se ubican nunca en medio). De esa manera, no sólo se acaba con la diferenciación de unos y otros, sino que además se logra que todos se miren a la cara, en vez de ver sólo la nuca de quien está adelante. Esta simetría espacial hablará por sí misma acerca de la importancia de lo comunitario. Ya no se tratará de un grupo que busca entretener al resto (espectáculo), sino de un producto de todos y todas.

En tercer lugar, debemos buscar una participación activa de y entre todos los presentes al momento de cantar. Esto no tiene que ver con obligar a nadie a aplaudir, saltar, arrodillarse o realizar una acción particular, sino con tener presente que es en la actividad comunitaria en la que nos reconocemos hermanos y hermanas y nos dirigimos a Dios. El canto congregacional así debe ser entendido: con la libertad para que cada uno lo celebre como quiera, pero con la responsabilidad de hacerlo siempre entre todos y todas.


NOTAS:
[1] BAUMAN, Zygmunt. Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil. Siglo XXI. Argentina, 2003. Pág. 9.
[2] BAUMAN, Zygmunt. Op. Cit. Pág. 175.
[3] La figura es un elemento que existe en un espacio o “campo”, destacándose en su interrelación con otros elementos; mientras que el fondo es todo aquello que no es figura: es la parte del campo que contiene elementos interrelacionados que sostienen a la figura y que por su contraste tienden a desaparecer.
[4] La posición relativa de los diferentes elementos incide sobre la atribución de cualidades de los mismos.
[5] Los elementos tienen a agruparse con los que se encuentran a menor distancia.
[6] Cuando concurren varios elementos de diferentes clases, hay una tendencia a constituir grupos con los que son iguales. Si las desigualdades están basadas en el color, el efecto es más sorprendente que en la forma. Abundando en las desigualdades, si se potencian las formas iguales, con un color común, se establecen condicionantes potenciadores, para el fenómeno agrupador de la percepción.
[7] RAMOS, Luiz Carlos. ¡Luces, cámara, predicación! Principios, medios y fines de la homilética espectacular. Apunte.
[8] RAMOS, Luiz Carlos. Op. Cit.
[9] BAUDRILLARD, Jean. Cultura y simulacro (La precession des simulacres). Kairos, Barcelona, 1993. Pág. 5-6.
[10] RAMOS, Luiz Carlos. Op. Cit.
[11] DEL BOSQUE, Alejandro y otros. “Llévame”, en Es hora de adorarle. 2000.

Escrito por JONATHAN A. ALY
Domingo, 21 de Agosto de 2011 06:52

Qué es el pragmatismo

El pragmatismo es una escuela de filosofía que surgió en los Estados Unidos en el siglo XIX. Tiene sus raíces en las enseñanzas de hombres como John Stuart Mill, que ejerció una influencia formativa en los filósofos John Dewey, que posteriormente aplicó el pragmatismo a la educación, y William James, que lo aplica a la religión. Estos hombres creían que la forma de determinar la verdad era examinar los resultados prácticos. En su esencia, el pragmatismo sostiene que la verdad está determinada por las consecuencias. Si algo es correcto o incorrecto, bueno o malo, depende principalmente de sus resultados.

Después de haber sido fundada por los filósofos, el pragmatismo, se consolidó en la mentalidad occidental por la Revolución Industrial. El pragmatismo en la industria ha cambiado la forma en que vivimos. James Boice dice: "El objetivo es encontrar la manera más rápida, menos costosa de producir los productos y hacer las cosas. El pragmatismo ha mejorado los niveles de vida a millones de personas que ahora disfrutan de los beneficios de la propiedad de la vivienda, ropa adecuada, agua corriente … y abundante comida.” Con un éxito tan grande en el mundo de los negocios, no debe ser ninguna sorpresa que el pragmatismo también encontró un hogar en la lista la iglesia. Esto, inevitablemente, trae consigo un reto particular.

Desde la época de la Reforma, los protestantes han afirmado que solo la Biblia debe ser nuestra norma de moralidad y de la verdad. Esta doctrina, conocida como la Sola Scriptura o “La Escritura Solamente”, fue la doctrina fundamental de la Reforma, la doctrina sobre la que cualquier otra doctrina dependía. Debido a que cada una afirma primacía en la determinación de la verdad, el pragmatismo y la Sola Scriptura necesariamente se oponen entre sí. Aunque la mayoría de los cristianos afirman sola Scriptura en teoría, son propensos a negarlo con nuestras palabras o acciones.

El atractivo astuto del pragmatismo es que nos invita a la alegría de los buenos resultados, incluso si eso significa ignorar o racionalizar lo que el Señor prohíbe. Esto nos permite juzgar no por las normas de la Biblia, que tienen la costumbre de ponerse en el camino de nuestros planes y deseos, sino por los resultados que vemos. Hay algo del pragmático en todos nosotros, estoy convencido, y sólo a través de la mente cristiana bien formada, llena del Espíritu, podemos empezar a liberarse de sus garras...

...Es crucial que separemos las acciones de los resultados. ¿Por qué? Porque Dios no establece una correlación necesaria entre lo significa glorificar a Dios y los resultados del glorificar a Dios, Dios no tiene por qué poner su sello de aprobación en nuestras acciones cuando se las usa de una manera positiva. No nos exime de responsabilidad si, en su providencia, Dios usa nuestras acciones imprudentes o pecaminosas para lograr resultados positivos.

La extraña realidad es que Dios se especializa en el uso de medios pecaminosos para lograr fines gloriosos. La Biblia está llena de ejemplos de esto. Solo observando la línea mesiánica nuestras mentes se sienten atraídas por Tamar y Judá, o David y Betsabé, claros ejemplos de que el Señor por medios pecaminosos logra la mayoría de los fines hermosos del nacimiento de un Salvador. Por supuesto, la cruz de Cristo ofrece el ejemplo más poderoso de todos. A través de actos escandalosamente pecaminosos y traidores cometidos contra el Creador del universo, el Señor sacó el acto que más glorificó a Dios en toda la historia. Si tuviéramos que juzgar a este pragmatismo, podría excusar las acciones de los involucrados, de los líderes religiosos que pedían su crucifixión, a los líderes seculares que ordenaron su muerte y quienes lo clavaron en la cruz. Pero la Biblia nunca nos permitiría ir allí, nunca nos permitirá minimizar el horror de ese pecado.

Esto significa que afirmaciones como: “Dios lo usa”, o “Dios puede usar” o “Dios va a usar” o “¡Mira lo que Dios está haciendo!” No son suficientes. Tenemos que mirar a la Biblia como norma fundamental de lo que está bien y lo qué está mal. Tenemos que acercarnos a la Biblia con humildad, pidiendo al Espíritu Santo que nos muestre si este curso de acción es adecuado o inadecuado, de conformidad con la resolución de conflicto bíblico, o incompatible con ella.


Fuente:
Medios Pecaminosos Para un Fin Glorioso Por Tim Challies citado en Evangelio


Lutero y la salvación

En su exposición de la predestinación, Lutero empieza con Ro. 8:28 y nota una conexión vital entre salvación, llamado y propósito. Nuestra seguridad tiene su fundamento en el hecho de que nuestra salvación no es por suerte ni casualidad. Si dependiera de nuestra voluntad o nuestras obras, entonces sí sería por casualidad. Entonces no tendríamos ninguna seguridad de vencer a los enemigos que menciona el final de Rom. 8 (tribulación, angustia, persecución, hambre, etc.). Dios confronta a los elegidos con estos enemigos para mostrar que somos salvos, no por nuestros méritos, sino por su elección y su voluntad inmutable, que también es su amor inmutable. La elección acaba con nuestra autosuficiencia y auto-justicia. Acaba con la sabiduría carnal que resiste la idea de que la salvación viene, no por el obrar de uno mismo, sino desde fuera de uno mismo, desde Dios quien elige.

Lutero pretende recoger pruebas de la Escritura para comprobar una predestinación inmutable. Hay seis argumentos fundamentales que presenta:
  • Ro. 8:28 que dice, "los que conforme a su propósito son llamados."
  • La historia de Isaac e Ismael, y de Jacob y Esaú, en Ro. 9.
  • Ro. 9:15 que dice: "Tendré misericordia del que tenga misericordia y me compadeceré del que yo me compadezca." También Ro. 9:17,18 que dice: "Porque la Escritura dice a Faraón: Para eso mismo te he levantado, para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea anunciado por toda la tierra. De manera que de quien quiere tiene misericordia y al que quiere endurece."
  • Juan 10:29 que dice: "Mi Padre que me las dio es mayor que todos, nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre."
  • Juan 13:18 que dice: "No hablo de todos vosotros, yo sé a quienes he elegido..." También Juan 6:44 que dice: "Ninguno puede venir a mí, si el Padre no le trajere."
  • Sal. 115:3 que dice: "Nuestro Dios está en los cielos; todo lo que quiso ha hecho." También 2 Tim. 2:19 que dice: "Pero el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos."
Lutero afirma que estos pasajes claramente enseñan la elección.

Fuera de estas pruebas fundamentales, vemos la elección también en las acciones de Dios, como su elección de Isaac en lugar de Ismael, de Jacob en lugar de Esaú, el endurecimiento de Faraón, el hecho de que Dios sujeta a los santos a muchas pruebas y los libra de ellas, el hecho de que los buenos y sabios son pasados por alto, pero los impíos se convierten. En todos estos hechos, Dios da a conocer su elección.

La sabiduría carnal tiene cuatro objeciones contra esta doctrina.
  1. En primer lugar, afirma que el hombre tiene libre albedrío para merecer o no merecer cosas. Aunque Lutero no rechaza por completo la libertad de la voluntad, dice que la voluntad sola no tiene capacidad para alcanzar la justicia, porque es cautiva del pecado.
  2. En segundo lugar, se citan en objeción los textos que hablan de que Dios quiere la salvación para todos. Lutero dice que este "todos" se refiere a todos los elegidos, que, en un sentido absoluto, Cristo no murió por todos, sino "por nosotros" y "por muchos".
  3. La tercera objeción dice que, si el hombre no puede sino pecar, ya no peca por voluntad propia sino por necesidad. Ya no sería justo condenarlo, porque no tiene responsabilidad por su pecado. Lutero contesta, haciendo una distinción entre necesidad y coerción. Si es cierto que los hombres pecan necesariamente, también es cierto que lo hacen voluntariamente. Les gusta pecar. Así que no hay incompatibilidad entre la reprobación del pecador, cautivo del pecado, y la responsabilidad.
  4. En cuarto lugar, se afirma que esta doctrina hace a Dios el autor del pecado, si es que él quiere el pecado y endurece al pecador. Para Lutero ésta es la objeción principal. Solamente se puede contestar afirmando el propósito soberano de Dios. Dios quiere el pecado, para que pueda mostrar tanto su justicia como su misericordia.
Es interesante que al final de esta exposición encontramos algunas observaciones sorprendentes que muestran cómo Lutero añade unos aspectos dinámicos a una doctrina que no se presta muy bien para eso. Hablando del desespero de la persona que piensa no ser elegida, señala que el desespero de uno lo lleva a confiar en Cristo. El mismo temor de que uno, de pronto, no es elegido, llega a ser señal consoladora de la elección, siendo que en esta vida solamente los elegidos, y no los reprobados, temen el juicio de Dios. Además, Lutero distingue entre diferentes niveles de elección.
  • En la primera categoría están los elegidos, que se contentan con la voluntad de Dios quien los elige y confían de que son elegidos.
  • En la segunda categoría están los que aceptan la voluntad de Dios, aun si Dios quisiera contarlos entre los reprobados, pero esperan estar entre los elegidos.
  • En la tercera categoría, el máximo nivel, están los elegidos que se resignan al infierno si así es la voluntad de Dios.
Tenemos un ejemplo de esto en Pablo, quien estaba dispuesto a ser apartado de Dios, para el bien de sus compatriotas. Aquí vemos un amor verdadero que quiere la voluntad de Dios por razón de Dios mismo y de otros, no para obtener algo para sí.

En esta forma se expresó Lutero en sus confe­rencias sobre Romanos. Como ya sabemos, Erasmo, en 1524, atacó directamente la doctrina de la predes­tinación en su obra Del Libre Albedrío. En su respuesta, Del Siervo Albedrío (o "De la Voluntad Determinada"), Lutero llega a la expresión más fuerte del concepto de la predestinación.

Al concepto de Erasmo, de que el hombre es libre y determina su propio destino, Lutero opone la voluntad todopoderosa de Dios, quien opera todo en todas las cosas. Es Dios, no el hombre, quien opera la salvación. Incluso, es Dios quien obra todo en todas las cosas. Por lo tanto, todo lo que ocurre, ocurre por absoluta necesidad. La voluntad de Dios, siguiendo el concepto de Duns Escoto, no es determinada por ninguna causa fuera de sí. Porque él lo quiere, lo que ocurre debe ser bueno. Dios obra también en los malos, pero de ellos es la culpa cuando hacen el mal.

De hecho, la voluntad del hombre solamente puede actuar cuando es movida por energía divina. Esto no quiere decir que la voluntad es obligada, porque la voluntad actúa según su propio deseo e inclinación, sin embargo, la voluntad sólo alcanza la realización del bien, cuando Dios actúa sobre ella. El hombre es como una cabalgadura: el hombre quiere lo que quiere Dios o el diablo, según sea conducido por el uno o el otro.

Nosotros no sabemos por qué Dios convierte a algunos y deja a otros liberados a la destrucción. Este es un asunto reservado a su secreta voluntad, acerca de la cual no podemos atrevernos a inquirir. Sólo podemos orientarnos por su voluntad revelada.

En todo esto, el propósito central de Lutero es demostrar que el libre albedrío es inconcebible y que la gracia es el único agente en la conversión. Para él, la afirmación del libre albedrío lleva otra vez a la salvación por obras, cuando la esencia del evangelio es que la salvación es obra de Dios.

En la práctica, Lutero hacía una distinción entre la voluntad secreta, escondida, de Dios, y la voluntad revelada que muestra el deseo de Dios de que todos se salvan. Esto explica porque no encontrarnos un énfasis tan grande sobre la predestinación en los demás escritos de Lutero.


Donner, Theo G. Una introducción a la teología de la Reforma. Medellín: SBC, 1987. pp.189-193